El apartamento, en estas fechas ya reconvertido en lugar de concentración de los que se apellidan como yo, aguarda un sinfín de recuerdos. Para entrar vale casi todo siempre que seas primo, sobrino, cuñado, hermano o amigo de alguno. Tampoco hay horario, cabes perfectamente a cenar y a comer. Las medidas carecen de matiz, independientemente de los que seamos siempre cabe uno más.
“Mi” cuarto es de esos con armario empotrado, litera y diana. Está totalmente pegado al diminuto recibidor, de pequeño cuando llamaban al timbre saltaba de la cama a cerrar la puerta para no compartir mi rincón con el hasta entonces oculto visitante. Me atraía dormir en la de arriba quizás porque ese privilegio sólo estaba permitido “a los de más de 12″.
Mientras escribo estas líneas veo la misma litera, la misma puerta y escucho los mismos sonidos: Las chicharras detrás de la ventana forman una buena línea de agudos, invariables e incorruptibles por el sol, sólo se silencian cuando al menos otra hermana las releva. El ventilador cubre un ángulo de 135 grados desde el armario a la litera, emitiendo su tónica sobre mi nuca cada 2 tiempos, lástima que permanezca imperceptible cuando cobra protagonismo la otra gran línea de graves, el mar y la paz de su rugido. A mi derecha el comedor alberga al grosso, repartidos estratégicamente entre los sofás: el coro de ronquidos, siempre al compás de la respiración, confundiéndose entre sí unos con otros, imposible diferenciar la pertenencia de cada uno de ellos. También contamos con el flujo de voz proveniente de la tele, indispensable para que el coro no pierda el ritmo. Su partitura o parrilla repite con asiduidad las mismas estrofas (anuncios) provocando un leitmotiv de lo más sorprendente. No son pocas las ocasiones en las que disfrutamos de colaboraciones altruistas, los chapuzones que se cuelan por la ventana, los berrinches de algún vecino que no respeta la santa hora de la siesta y un largo etcétera.